Rogelio Javier Alonso Ruiz*
La
estrategia consistió en brindar a los niños actividades de alfabetización según
los niveles en los que se situaban. En los primeros meses, estudiantes de la
licenciatura en Educación Especial de la Universidad de Colima, que prestaban
su servicio social constitucional, fueron asignadas como auxiliares en los
grupos escolares para, con el apoyo de los docentes titulares, atender a los
niños diagnosticados con carencias en alfabetización, a través de actividades
semanales específicas de la Propuesta para el Aprendizaje de la Lengua Escrita
(PALE), de Margarita Gómez Palacio.
Posteriormente,
para ampliar los beneficios de la estrategia, se decidió que los niños
asistieran diariamente, por una hora, a un taller para realizar las actividades
de acceso a la lectoescritura, donde además de las estudiantes auxiliares, se
contó con la orientación del personal de la USAER (Unidad de Servicio de Apoyo
a la Educación Regular) del plantel. A
la fecha de publicación de este escrito, prácticamente se había erradicado de
la escuela los niveles conceptuales presilábico y silábico del proceso de
adquisición de la lengua escrita.
Lo narrado
hasta aquí da muestra de algunos de los efectos que, a partir de la promoción
automática del alumnado en los últimos ciclos escolares, se han manifestado y
cómo han sido atendidos desde los esfuerzos y las posibilidades de cada
plantel. A partir de lo contado, surgen dudas también: ¿Qué habrá pasado con
las escuelas que no cuentan con las condiciones de personal y organización como
la referida? ¿Cuáles habrán sido sus posibilidades para atender el rezago
generalizado que ha conllevado la promoción automática? ¿Cuál ha sido el papel
de la autoridad educativa central?
Recientemente
ha provocado gran revuelo en la opinión pública el hecho de que, por tercer año
consecutivo, no habrá reprobados en las escuelas mexicanas. Debería quedar
claro que, con o sin reprobación, el golpe está dado: el déficit en los
aprendizajes (indudablemente agudizado con la pandemia) perdurará varios años.
Pareciera entonces que hay confusión en la polémica en torno a la promoción
automática. El debate debería centrarse no en enaltecer los supuestos
beneficios de la reprobación (muy cuestionada por especialistas en evaluación),
sino en preguntar qué se ha hecho para acompañar la promoción automática. Y de
esta pregunta, parece, la autoridad educativa sale mal librada.
Desde luego
que es deseable que la escuela se haga cargo de su propio destino y generar,
como en el ejemplo abordado, soluciones para sus propios problemas. Sin embargo, Santos Guerra (2002) desaconseja
la autonomía escolar “si provoca el sálvese quien pueda” (p. 95). En ese
sentido, sin minimizar las responsabilidades de cada centro escolar, queda en
entredicho el papel de la autoridad central ante el fenómeno de la promoción
automática y las acciones de acompañamiento que ameritaría. Sin caer en
peticiones utópicas, vale la pena preguntarse: ¿por qué no promover, a escala
nacional, una cruzada de futuros maestros, como los de la escuela referida,
para auxiliar en las acciones remediales en los contextos más adversos? ¿Por
qué no focalizar y asegurar la atención en problemas generales como lectura y
razonamiento matemático? ¿Por qué no generar un currículo condensado emergente?
Da la impresión que la autoridad se centró en la arista administrativa del
problema y pronto encontró la solución: que todos pasen.
Podremos haber celebrado en el mediano y largo plazo que, ante los estragos de la pandemia, en nuestro sistema educativo se contuvo la extraedad grave, la reprobación o el abandono escolar, pero ¿a cambio de qué? ¿de un déficit profundo e irreversible en los aprendizajes? Urge entonces atacar los efectos secundarios que una promoción automática, más administrativa que pedagógica, sin una estrategia complementaria por parte de la autoridad central, pueda conllevar. Ojalá no se haga tarde para evitar que sea peor el remedio que la enfermedad.
*Rogelio
Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc.
Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto
Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación
Primaria y Maestro en Pedagogía.
Twitter:
@proferoger85
REFERENCIAS
Santos Guerra, M. (2002). La escuela que aprende. Madrid: Morata.
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