Rogelio Javier Alonso Ruiz*
Recientemente en las escuelas del país se efectuó una estrategia de monitoreo que pretende optimizar futuras campañas de vacunación. Los docentes se encargaron de revisar las cartillas de salud de sus alumnos, registrando vacunas aplicadas y faltantes de los esquemas correspondientes. Lo anterior causó inconformidad en buena parte del magisterio, no tanto por el tiempo, poco o mucho, invertido. El motivo del malestar fue que no hubo un médico o enfermero que pisara las escuelas durante la ejecución de una tarea que claramente tenía su origen en un sector ajeno al educativo.
A lo
anterior se agrega un nuevo capítulo en el apenas naciente ciclo escolar: se ha
instruido, por parte de autoridades sanitarias y educativas, que algunas
escuelas participen en procesos de certificación como espacios promotores de la
salud. La medida, en su propósito loable y atractivo, esconde para los docentes
una serie de encargos adicionales. El personal de salud, en el mejor de los
casos, fungirá como coordinador y receptor de evidencias. La carga, una vez
más, cae en la escuela y sus profesores: armar proyectos didácticos, impartir
charlas a padres de familia y organizar juegos en los recreos son ejemplos de
las actividades instruidas. Además, se deberá llenar una documentación tan
extensa, como si se tratara de un complejo trámite legal. Desde un lejano
escritorio todo parece posible: cuatro proyectos didácticos en dos meses… como
si se tratara de hacer enchiladas.
Hoy es la
Secretaría de Salud. Mañana tal vez la del Bienestar. Luego algunas
organizaciones altruistas o quizá un acto protocolario de gobierno que requiera
una poblada fotografía. Después quizá venga el INE, con pocos o nulos recursos,
a realizar alguna consulta infantil. Luego llenar cochinitos amarillos, si se
requiere, hasta en los semáforos, sin olvidar tomar las respectivas evidencias
y enviar el imprescindible y sacrosanto formato para las autoridades, pues ya
hasta los simulacros de sismos tienen que comprobarse con dichos documentos: no
hay presunción de inocencia, se es culpable de holgazanería hasta no demostrar lo
contrario con el preciso formato (si se puede con fotografías, mejor).
Y desde afuera alegan que las avanzadas “acciones
interinstitucionales” (léase que una institución ordene y la otra ejecute) se basan
en el “trabajo en equipo”, que “es por un bien común”, que también “se está
formando a los niños con esas tareas”, “que el encargo se apega a la labor
formativa de los docentes” o hasta incluso, como es costumbre cuando se desean
disimular condiciones laborales desfavorables, coquetear con la “vocación” y el
“espíritu de servicio” del profesorado. Lo cierto es que la escuela suficiente
tiene con sus propios asuntos y problemas, como para resolver los de otros.
Podría
decirse que es una exageración la inconformidad entre el magisterio, pero los
encargos no son poca cosa: reflejan un profundo desprecio por el tiempo, la
labor y los recursos escolares. Exhibe la ligereza del discurso de la supuesta revalorización
del magisterio para, en cambio, concebirlos como receptores de encargos ajenos
a su profesión y hasta como capturistas (ocupación digna, pero muy alejada de
la misión de un docente). Afecta a la de por sí mermada porción del tiempo
escolar que se usa en los asuntos meramente académicos (tres cuartas partes
aproximadamente, en promedio, en la OCDE).
Distrae a los actores educativos de lo realmente importante: el
aprendizaje de sus alumnos.
¿Está
siendo incongruente la escuela al quejarse de realizar actividades de otro
sector? No, si bien se tiene que reconocer que los planteles educativos suelen recurrir
a instituciones de salud o de seguridad, por citar algunas, para coadyuvar en
la labor formativa del alumnado. Las relaciones de colaboración generalmente
son sanas y apegadas a las responsabilidades de cada actor. Sin embargo, hay
una línea muy delgada entre la colaboración y la transferencia de
responsabilidades hacia otros, entre la invitación y la imposición. Esa línea,
con actividades como las mencionadas anteriormente, parece estar siendo
ignorada cada vez con mayor frecuencia e intensidad.
Ya no es
suficiente enseñar. Y no, no es tratar de simplificar el complejo hecho
educativo, aligerar las responsabilidades de los docentes ni negar a los
centros educativos como espacios de confluencia de los intereses públicos, pero
par que todo cabe en una escuela de la que bien valdría la pena preguntarse qué
expectativas tenemos sobre ella, para que su misión principal no termine
diluyéndose entre encargos ajenos y de menor importancia.
*Rogelio
Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc.
Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto
Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación
Primaria y Maestro en Pedagogía.
Twitter:
@proferoger85
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