Rogelio Javier Alonso Ruiz*
El COVID-19 no ha sido tan agresivo
con la población en edad típica para cursar la educación obligatoria de la
mayoría de los países. Según datos de la OMS (2020a, p.9), los casos
notificados de menores de 18 años apenas representan el 8.5% del total de
contagiados, presentando además pocas muertes en contraste con otros grupos de
edad. Sin embargo, tales cifras no deberían motivar a las escuelas a echar las
campanas al vuelo; sería un error suponer que la población infantil es menos
susceptible a infectarse y a infectar, en cambio, se debería tener en cuenta
que “los niños son frecuentemente menos sintomáticos o tienen menos síntomas
severos y por eso son probados con menor frecuencia, provocando una
subestimación de los números reales de infectados” (Zimmerman, 2020, p. 363). Debe
valorarse entonces que la “evidencia sugiere que la infección asintomática
podrá ser más predominante en niños que en adultos” (ECDC, 2020, p. 16), por lo
que en el edificio escolar se pudieran gestar brotes “silenciosos”.
La baja incidencia de casos de COVID-19 en la
población infantil podría ser explicada por varias razones: pareciera incidir
el hecho de que los infantes posean más anticuerpos que los adultos debido a
que son proclives a las infecciones respiratorias durante invierno o, incluso,
a la inmadurez de una de las enzimas receptoras del SARS-CoV-2. Adicionalmente,
no debe perderse de vista que durante los periodos de transmisión moderada e
intensa del virus “los niños generalmente fueron bien cuidados en casa y
podrían haber tenido relativamente menores oportunidades de exponerse a los
patógenos” (Dong, 2020, p. 8). Así pues, parecería lógico un riesgo de aumento
en la frecuencia y la intensidad de los casos una vez que los menores retomen
las actividades escolares presenciales.
Además de que “ha habido pocos brotes
en los que el foco haya sido una institución educativa” (OMS, 2020a, p.1), existen
estudios, sobre todo acerca de países europeos, que señalan la imposibilidad de
valorar el cierre de centros educativos como medida sanitaria o incluso otros
que sugieren la nulidad de sus efectos. Sin embargo, el máximo organismo
sanitario mundial sigue, a casi un año del primer brote, preocupada por la “protección
contra la posibilidad de que las escuelas actúen como amplificadores para la
transmisión del SARS-COV-2 dentro de las comunidades” (OMS, 2020b, p.1). Llama la atención que se aluda a la
amplificación, y no a la generación de los riesgos, a través de las escuelas.
Pareciera que se da por hecho que la escuela reproduciría lo que pasa en la
comunidad y no a la inversa. En ese sentido,
“hay evidencia limitada que las escuelas estén conduciendo a transmisiones de
COVID-19 en la comunidad, pero hay indicios de que las transmisiones en la
comunidad son importadas o reflejadas en las instalaciones escolares” (ECDC,
2020, p. 13).
El cierre de escuelas, que, de acuerdo
a cifras de la UNESCO ha comprendido al 89% del alumnado mundial, se ha fincado
en el supuesto de que “la propagación silenciosa por parte de niño que no
alertan a nadie sobre su infección, supondría una vía importante de transmisión
comunitaria” (Munro, p. 618). Aunque el SARS-CoV-2 y la influenza parecen tener
dinámicas de transmisión diferentes, la implementación de educación remota en
lugar de presencial se ha basado en las medidas tomadas en otros años para
prevenir la propagación de la influenza: “el cierre de escuelas redujo el pico
de los brotes relacionados por una proporción de 29.7% y retrasó el punto
máximo un promedio de 11 días [además de propiciar] una mayor reducción del
pico del brote” (Viner, et al, p. 397). Dado que, en el caso del COVID-19 esta
medida se toma de las utilizadas para otros padecimientos, es aún incierto el
grado de efectividad por lo que aún “se requiere urgentemente más investigación
sobre la efectividad de los cierres escolares y otras prácticas de distanciamiento
social en las escuelas” (Viner, et al, p. 397).
Si bien se afirma que “no es probable
que el cierre de estancias infantiles e instituciones educativas sea una medida
de control efectiva, por sí misma, para la transmisión del COVID-19 en la
comunidad” (ECDC, 2020, p. 17), no debe perderse de vista que los efectos de
esta acción difícilmente pueden ser separados de los de otras que se han
implementado para frenar la pandemia. No necesariamente, entonces, significa
que el cierre de escuelas sea inefectivo, sino que, tal vez, como medida única,
tendría poco impacto en la reducción de los contagios. La escasez de brotes
escolares en comparación con los brotes en otros espacios pudiera deberse a que
los centros escolares albergan, sobre todo, población que tiende a no
desarrollar síntomas de la enfermedad.
El gobierno sueco, que durante la
pandemia decidió conservar abiertas las escuelas para la población menor de 16
años, señaló en mayo no haber identificado un incremento en el riesgo de
contagio de los maestros y el personal de las instituciones educativas, en
relación con otras ocupaciones, así también que las escuelas no se habían
manifestado como focos de transmisión comunitaria (ECDC, 2020, p. 14). ¿Pueden
trasladarse las conclusiones del gobierno sueco a cualquier contexto?
Probablemente deberían ser considerados factores como la intensidad de los
contagios, las condiciones sociales y económicas de la población y la
infraestructura escolar disponible. Si la escuela es un espejo de lo que sucede
en la comunidad, habrá que estar atentos a la reacción del país escandinavo
ante el inusitado aumento de casos que, a finales de octubre, ha provocado un
registro seis o siete veces mayor en comparación con sus estadísticas de abril
y mayo.
De acuerdo con la OMS (2020a), en los
brotes escolares de COVID-19 que se han estudiado, “la introducción del virus
generalmente comenzó con adultos infectados” (p. 9). En ese sentido, al
interior de las escuelas, la transmisión trabajador-trabajador fue más común
que el contagio trabajador-estudiante y estudiante-estudiante, siendo este
último tipo de contagio el más raro de los tres. Es necesario advertir que “la importancia de
los niños en la transmisión del virus permanece incierta” (Zimmerman y Curtis
2020, p. 363), por lo que sería un error magnificar la responsabilidad de la
población adulta en los brotes que se han generado o que se podrían suscitar. Asimismo,
es necesario que “el riesgo relativamente bajo de hospitalizaciones y muertes
entre los niños debe contextualizarse al riesgo que representa para los
maestros, las autoridades de las escuelas y otros miembros del personal en el
entorno escolar” (CDC, 2020).
La OMS (2020b, p. 9) advierte además
que las transmisiones intraescolares han sido difíciles de estudiar dado que
las escuelas estaban cerradas en muchos países cuando se presentaron los
periodos más intensos de transmisión comunitaria. No obstante, la revisión de
los datos del sistema nacional de vigilancia de Alemania demostró que “la
mayoría de los brotes escolares tuvo pocos casos, con más de ellos en los
grupos de edad mayores que podrían haber pertenecido al personal o a otras
personas con vínculos epidemiológicos con los brotes escolares” (Otte, et al,
2020, p. 3).
A pesar de que la literatura médica
manifiesta dudas sobre temas como la transmisión entre la comunidad educativa o
incluso discrepancias en torno a la efectividad de los cierres escolares,
parece haber consenso acerca de la relevancia de las condiciones físicas y
organizativas de los planteles para impedir los contagios: “si son aplicados el
distanciamiento social apropiado, higiene y otras medidas, es poco probable que
las escuelas sean un entorno propagador más efectivo que instalaciones
ocupacionales o de ocio con densidades de población similares” (ECDC, 2020, p.
17). Un brote escolar en Israel, que
“coincidió con una ola de calor que pudo haber impactado negativamente en
conformidad con el uso de mascarillas o de las medidas preventivas” (Otte, et
al, 2020, p. 5) demostró la importancia del equipamiento y la organización para
evitar riesgos sanitarios en la escuela. Así pues, la reanudación de
actividades presenciales debería decidirse, entre otros factores, en función de
la capacidad de los planteles para brindar condiciones de seguridad sanitaria.
Para procurar la seguridad sanitaria
ante el COVID-19 al interior de las escuelas, la OMS (2020b) ha distinguido
factores de riesgo que, desde la experiencia japonesa, se conoce como las “tres
Cs” (por sus siglas en inglés): (1) espacios cerrados con mala ventilación, (2)
espacios concurridos con muchas personas y (3) contacto cercano. Sobre la
primera, recomienda considerar el uso de la ventilación natural y, en lo
posible, aumentar el flujo de aire total a los espacios ocupados. En referencia
a la segunda y la tercera condición, mantener al menos un metro de distancia
entre quienes asistan al edificio escolar, modificar las dinámicas de
asistencia y tránsito interior y disminuir la proporción de alumnos por aula.
Asimismo, se insiste en la higiene de manos frecuente y la limpieza y
desinfección de superficies que más son tocadas.
En resumen, expresiones como “aún es
desconocido”, “se requieren más investigación” o “habrá que esperar”,
frecuentes en la literatura médica sobre el tema, denotan que el panorama todavía
no es del todo claro. La misma OMS (2020a) ha reconocido, por ejemplo, que “la
medida en que los niños y niñas contribuyen a la transmisión del SARS-CoV-2
sigue sin comprenderse totalmente” (p. 9). La imposibilidad de aislar los efectos
de los cierres escolares de los relativos al resto de medidas para frenar la
expansión del coronavirus, así como la aparente frecuencia de casos
asintomáticos en la población infantil que no han sido estudiados, contribuyen
a limitar la valoración las dinámicas de transmisión en las escuelas y la
efectividad de acciones como la enseñanza remota.
La nocividad de los efectos económicos, de salud y de aprendizaje que ha traído consigo el confinamiento no deberían suponer una presión que conlleve a una decisión apresurada para la reapertura de las escuelas. Si bien algunos estudios de diferentes países han llegado a conclusiones de que las instalaciones educativas pueden ser lugares relativamente seguros ante la pandemia, vale la pena reflexionar, antes de adoptar tales ideas, sobre su viabilidad en el contexto propio. Es evidente que aún falta mucho por aprender sobre el COVID-19. Por lo tanto, el paso cauteloso y bien pensado, parece necesario ante un escenario inexplorado que aún conserva muchas áreas de oscuridad. Hoy, más que nunca, cobra vigencia la máxima que, hace más de dos mil años, expresó con humildad el gran filósofo Sócrates: “sólo sé que no sé nada”.
*Rogelio
Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc.
Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto
Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación
Primaria y Maestro en Pedagogía.
Twitter: @proferoger85
REFERENCIAS
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