Rogelio Javier Alonso Ruiz*
Nos quitaron, manoseado y quebrado, nuestro antiguo instituto de pensiones. Lo sustituyeron por uno que, dijeron, sería eficiente y garantizaría el bienestar de muchas generaciones de maestro, aunque no termina por asegurar siquiera el de las más inmediatas. Dijeron que este nuevo instituto tendría dientes contra aquellos que se atrevieran a incumplirle, pero a la fecha la deuda del patrón sigue creciendo impunemente. Dijeron también, cuando celebraron en el Congreso y gritaron eufóricos “¡sí se pudo!”, que a través del nuevo instituto finalmente se harían realidad añejos anhelos como servicios de guardería y créditos hipotecarios dignos. Hasta hoy, no se asoman, ni en el horizonte más lejano, beneficios como los mencionados.
Nos quitaron médicos y medicamentos. Una
y otra vez los maestros salieron con las manos vacías al requerir los
medicamentos para ellos y sus familias. Una y otra vez pagaron consultas y
estudios. La eterna respuesta, la de las mesas de negociación con el gobierno,
jamás rindió frutos. Con justa razón ante los interminables adeudos, muchos
médicos, clínicas y laboratorios fueron abandonando el servicio que brindaban a
los profesores. Otros más limitaron las atenciones. Los docentes tuvieron que
sortear en la incertidumbre el peor escenario sanitario que se recuerde.
Nos quitaron poder adquisitivo. Se
aplaudieron raquíticos aumentos que ni siquiera han servido para hacerle frente
a la inflación. Por si fuera poco, a nivel local, las deducciones derivadas de
la nueva ley de pensiones se comen una parte
cada vez mayor de las percepciones de los trabajadores. Se toleraron las
intermitencias de los programas de incentivos a través de la promoción
horizontal, así como sus reducidos presupuestos. No parece importar tampoco que
en la Normal de Colima los profesores lleven más de una década sin poder
acceder a los procesos de homologación a los que por ley deberían tener
derecho para mejorar sus ingresos.
Por si fuera poco, se atrevieron a quitarnos
nuestro pago, el derecho más sagrado de cualquier trabajador. Lo hicieron ante
la mirada complaciente de quienes deberían haber estado en primera línea
batallando ferozmente contra el patrón desobligado. Lo hicieron mientras se dejaba
a su suerte a la base y se respaldaba, sólo de palabra, las desesperadas acciones
aisladas que se emprendían ante la indignante situación. Nunca se escuchó a la
base en su deseo de tomar medidas enérgicas inmediatas. Se secundaron las auto
absoluciones que, con cinismo, repitió el deudor.
Nos quitaron a un comité sindical
cercano a las escuelas. Las visitas a los centros de trabajo fueron cada vez
menos frecuentes, quizá porque en cada una se encontraban justos reclamos y se
olfateaba en el ambiente decepción y rechazo. No son pocos los trabajadores de
la educación que han referido que ni las llamadas telefónicas les tomaban los comisionados
sindicales.
Nos quitaron la unidad sindical. Justo
en la peor crisis laboral de la que muchos tengan memoria, mientras en el
discurso oficial se apelaba a la unidad del gremio, diversos miembros del
comité aprovecharon la dolorosa situación para llevar agua a su molino en sus
aspiraciones sindicales. En voz baja, comisionados criticaban el actuar del
secretario, pero no tuvieron el valor de desvincularse del penoso ejercicio
que, les guste o no, es responsabilidad de todo el comité sindical. Muchos se
bajaron del barco ante el inminente hundimiento. Se dice, sabiamente, que la
derrota suele ser huérfana.
Ojalá, después de este vendaval de arrebatos,
no le hayan quitado la memoria al magisterio y pueda identificar a aquellos que
piden una segunda, tercera o hasta cuarta oportunidad para, ahora sí, dicen,
actuar conforme a la importancia del encargo y recuperar lo que ellos mismos fueron
perdiendo de a poco. Esos mismos que, en alguna ocasión, literalmente se convirtieron
en porristas del gobernador: si el lector se acerca al auditorio Crispín Ríos
Rivera, quizá con atención pueda seguir escuchando el muy vigoroso e igual de
vergonzoso “¡Nacho!, ¡Nacho!, ¡Nacho!”.
Que el botín de no se hayan llevado la
lucidez y la objetividad del magisterio, tan necesaria para distinguir entre la
lealtad hacia el sindicato y el respaldo a un comité que deja, para muchos, un
legado plagado más de lamentos que de satisfacciones, un comité que reconoce
haber echado por la borda la grandeza del sindicato.
Ojalá, eso sí, en el botín de la rapiña se haya ido el miedo. Que ni las sutiles amenazas a través de
llamadas telefónicas eviten que el magisterio ejerza libremente su derecho al
voto. Que se despoje de esas cadenas construidas por un chantaje disfrazado de gratitud. Que se tenga el valor para
expresar en las urnas lo que, de acuerdo a la percepción de cada trabajador,
conviene más al bienestar colectivo. Ojalá, en esta oportunidad histórica, se
haya perdido el miedo. Que sea lo mejor para el magisterio.
*Rogelio
Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc.
Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto
Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación
Primaria y Maestro en Pedagogía.
Twitter:
@proferoger85
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